lunes, 27 de enero de 2020

Crónica: ruta de los resineros

Ya solo su nombre, y otros muchos que aparecen indicados en los caminos de Robleda, merecen una caminata. Me sorprendió la primera vez que se lo escuché a Chema, no pudiendo llegar hasta la caseta por la llegada de nubarrones que amenazaban tormenta. Entonces era primavera, el domingo pasado, tuve una nueva oportunidad de llegar a ese lugar cuyo nombre entraña cierto misterio.

Tuve suerte, consiguiendo una plaza para poder hacer la ruta con el grupo de senderismo “Anda ya”. Era la segunda vez que lo hacía, tampoco esta vez me defraudó. Amaneció el día congelado, hasta el viento quedó helado. La salida del sol logró poner  incandescente la sierra y mira que era harto complicado. Con puntualidad exquisita, me recogió el autobús, en el que venían más de medio centenar de senderistas, preparados para pasar el día caminando, conversando, disfrutando de la naturaleza robleana.

Una helada de espanto cubría el campo a esas horas de la mañana, donde el sol ya empezaba a dejarse notar. Al pasar por la huerta donde me crié, desde donde tenía que ir a clase en bici, un rayo de fría nostalgia recorrió mi cuerpo, justo en el momento que una de las dos organizadoras cogió el micro para informar de la ruta. Bonita actividad, de explicar antes lo que se va a visitar. Una voz poderosa, acostumbrada a impartir lecciones, nos envolvió con un resumen muy elaborado de la ruta, donde la resina se dejó pronto ver como la protagonista.


Ya en el bar tomando un  café con rosquillas artesanas de la panadería del pueblo, conocería  a  Mari Leo, que es maestra, con una buena amiga en común, “de casta le viene al galgo”. Hecho el avituallamiento, colocadas las correspondientes capas para evitar “engarañarse”, poco a poco, el pelotón fue cogiendo forma desplazándose por las calles del pueblo en busca del campo.

Cuando lo encontramos, el sol libraba una batalla con los pinos para colarse entre las ramas y comenzar a barrer la impresionante escarcha que cubría los prados de blanco. Rayos de luz que formaban infinitos reflejos entre las zarzas del camino, sombras blancas bajo las encinas, a medida que íbamos avanzando y el sol iba teniendo más fuerza. En un plis plas, alcanzamos uno de los puntos más interesantes: el río Olleros. Justo al desaparecer por un momento los pinares, aparece el cauce del río que en ese lugar ha formado una curva caprichosa entre alisos que se reflejan en sus aguas cristalinas. Un río cargado de historia de este pueblo, al que iban a lavar las mujeres y los hombres a moler el grano, que entonces la igualdad era una palabra hueca.

Cruzamos el puente, desde él la vista del cauce es espectacular, en la presa el agua forma una cortina blanca, acompañada de un sonido delicioso, enorme antídoto para dejar tensiones aquellos caminantes que las hayan traído de la ciudad. Las secuelas de la última gran crecida se notan en la orilla, así como en los árboles donde, como no, se ha colado algún plástico.


Está el pasto helado, las toperas duras como las piedras, nada que ver con la anterior visita, es el duro invierno que congela hasta el aliento. A partir de ese momento, la temperatura sufrirá muchas oscilaciones, dependiendo de la orientación por la que vayamos y de la profundidad del valle, que en general son pocos metros, pero suficientes, para que el pelotón se estirase y la cabeza tuviese que hacer alguna que otra parada.

Salimos del valle por un camino alfombrado de hojas de roble y acículas de pino, llevándonos en volandas hasta el pinar de Descargamaría, la estrella de la ruta, todos los caminos conducen a él, te dirijas donde te dirijas. Y mira que están bien señalizados los caminos en este pueblo. Explicó muy bien Mari Leo la historia de este enclave maravilloso, un territorio robleano que pertenece a un pueblo extremeño, pues a pesar de ello, más de uno se hizo un lío mezclando geografía con la administración. En esos momentos pensaba cómo en la escuela, a veces intentamos que los niños aprendan cosas para las que no tienen aún herramientas. Sería mejor una excursión en bici hasta la caseta del Pelujo en primavera para aprender muchas cosas “in situ”, más que saber a quien pertenece este pinar.


Precisamente, en la caseta vivía su guarda. El misterio que tanto me había motivado, se desvaneció pronto al ver que de caseta nada de nada, una casa convencional y un establo de ganado con todas las comodidades formaban la intervención humana de uno de los objetivos de la ruta. El tiempo que todo lo cambia, había dejado casa y establo cerrados a cal y canto. En cambio, me sorprendió gratamente la presencia de un almez de gran porte, dejándose notar como náufrago en medio del mar de pinos.


Después de  pequeña parada para reponer fuerzas delante de una enorme explanada cubierta de hierba, cambiamos el sentido de la marcha, buscando de nuevo el río, que bajaba a toda pastilla de La Malena, agua limpia que sortea cantos rodados y demasiada fusca que ha quedado atrapada en el cauce junto a troncos muertos. Nos sorprendieron a todos las marcas que dejó la crecida, impresionaba la altura que debió alcanzar el nivel del río.

El grupo decide por abrumadora mayoría comer a campo, a esas horas el sol ya tenía fuerza, solo era cuestión de encontrar una solana. Pronto nos topamos con ella a la orilla del río, con piedras que hicieron de banco, de mesa y hasta de cama. Un comedor con ventanas abiertas a los cuatro puntos cardinales, música cantarina,  algún que otro milano y más arriba los grandes pájaros metálicos que todos los días cruzan el cielo de estas tierras trazando paralelas blancas a la famosa “Raya”. Poco a poco, el grupo se dirige al camino para emprender la marcha, Robleda casi se siente. El Jálama nos acompaña por la izquierda, a la derecha, aparecen manchas importantes de pinos resineros, con las llagas sangrantes, cuya resina parece haberse congelado. Una materia prima  de la que se obtienen gran cantidad de productos, una buena lección impartida en el entorno. ¿Aprovecharán los maestros estos recursos? o ¿preferirán que sus alumnos hagan ejercicios y más ejercicios del libro? Lo  necesario que es un cambio de metodología en educación, más prioritario que cambiar leyes y leyes…

Nos colamos hacia el pueblo atajando por la “fuenti Virtuis”, dejando atrás el regalo que  la CHD le hizo por la presa de Irueña. Atrás quedaban 20 km de caminata, disfrutando del paisaje, del aire limpio, del frío agradable en la cara, de la charla, de los bocatas, de los nombres de los lugares, del calor humano de un grupo con el que desde el primer momento no te sientes extraño. Gracias de nuevo por permitirme compartir con vosotros la ruta.


El autor de esta crónica es Antonio Casmo y puede leerse (con el título "Buscando la casete de Peluju en un mar de pinos") acompañada de fotografías en su blog (donde también recoge otras muchas experiencias suyas): https://caminandoyrelatando.wordpress.com

Fotografías de José Mª Sánchez (track).

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